El Primer Paso del Alma

16 Nov 2025 5 min read
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13.9.25 — Primera etapa: Sarria – Portomarín (23 km)

Hoy caminé 23 kilómetros, desde la oscuridad de la madrugada hasta la luz del mediodía. Salí del albergue A Pedra (Pensión Albergue A Pedra) a las 7 a.m., todavía de noche, y ese primer paso fue todo un desafío: sabía que detrás quedaba mi historia, y por delante se abría este camino soñado. ¿Y quizá un nuevo presente?

Había soñado tantas veces con hacer el Camino…

La primera vez que escuché sobre él fue hace más de veinte años, por El peregrino, de Paulo Coelho. El libro aún está en mi biblioteca, amarillento por el tiempo. En 2020 empecé a averiguar cómo hacerlo. Se lo propuse a amigas, a parejas… hasta que entendí que debía hacerlo sola, y dejar de esperar a que apareciera alguien más con quien compartirlo. Todo llega para quien sabe esperar, para quien no desiste y persigue sus sueños.

Y un día —sin saber bien cómo— tomé un avión durante doce horas, crucé España en tren y, de repente, estaba ahí: a un paso de comenzar aquello que tanto había deseado. Las sensaciones eran intensas. El alma sabía que algo grande estaba a punto de ocurrir. Sentí una alegría inmensa, de esas que dibujan miles de sonrisas, con los ojos brillando y el corazón latiendo fuerte.

Mentiría si dijera que no se me humedecieron los ojos. Lloraba y reía sola, todo al mismo tiempo, en ese instante en que, por fin, estaba frente a la primera flecha amarilla, mochila al hombro, lista para echarme a andar.

También sentí miedo: miedo a lo desconocido, a hacerlo sola.

Tuve miedo de mis propios miedos. Los miré a los ojos y les dije:

“Ustedes vienen conmigo. No sé cómo, pero vamos.”

Temí perderme, temí encontrarme, y —por fin— escucharme.
Ahí comprendí el verdadero valor de “un paso a la vez”.
Y así fue: di un paso, y otro, y otro… Estaba en marcha.

El amanecer me fue acompañando: primero un cielo gris, luego los primeros rayos que se animaron a salir, hasta sentir el calor del sol en la espalda.
Antes de dejar Sarria, decidí detenerme a desayunar. Frente al cartel que tantas veces había visto en fotos, iluminado y real ante mis ojos, entendí que este viaje no iba a ser uno más.

Una pareja inglesa me pidió una foto y siguió su camino. Un chico argentino, que observó la escena, se ofreció a sacarme otra. Se llamaba Santiago —como el apóstol— y, curiosamente, no relacioné su nombre con el Camino hasta el final de la etapa.

Él era catequista y profesor de religión en un colegio de Buenos Aires. Entre silencios y conversaciones, caminamos juntos. Hablamos de la fe, de lo que lo movía a él a hacer el Camino, y de lo que me movía a mí.

Compartimos miradas sobre la religión, y pude decir en voz alta algo que hacía tiempo sentía: esa sensación de estar “divorciada” de la institución Iglesia, de no encontrar del todo mi lugar, aunque la búsqueda espiritual nunca dejó de estar viva en mí. Fue reconfortante descubrir que hay miradas menos severas, más humanas, errantes y amorosas.

Santiago me regaló una definición de religión que no conocía:

“Religión”, del latín religĭo, religiōnis, proviene del prefijo re- (repetición o firmeza) y del verbo ligare (ligar, unir). Es, entonces, ‘volver a unir’, ‘estrechar un vínculo’.”

¿Podía haber un mejor comienzo para mi Camino que volver a unir mi vínculo con la fe?

En esta primera etapa, solté un peso que llevaba sobre mis hombros desde hacía años: también yo merezco ese amor compasivo, ese perdón que tantas veces me negué.

La compañía de Santiago me ofreció lo que necesitaba: charlas profundas y silencios que dejaban que las palabras se acomodaran dentro mío al ritmo de los pasos.

A veces necesitaba quedarme sola, sentarme, respirar, y luego seguir.

Él también me enseñó a usar los bastones —tan necesarios para las subidas y bajadas— y me advirtió que había usado poca vaselina en mis pies y que debía ponerme los dos pares de medias que todos recomendaban. Pero terca y descreída, decidí que hacía demasiado calor para tanta media. Me costó caro no escuchar. Dos ampollas terribles nacieron en mi pie izquierdo.

Por momentos, sentía que caminaba sobre fuego. Los últimos kilómetros fueron desesperantes: no podía apoyar el pie y avanzaba lento. Santi fue paciente; me esperó, me alentó, me entretuvo con sus anécdotas. Y así, finalmente, llegamos a Portomarín.
Aún faltaba cruzar la escalinata que lleva a la ciudad, pero con una energía que no venía del cuerpo, sino de algo superior, logré subirla —como dice la tradición— de un solo tirón.

Terminar esta etapa fue un orgullo imposible de describir.
Somos más fuertes que nuestros dolores, más fuertes que la mente que insiste en decirnos que no podremos lograrlo.
Me demostré a mí misma que sí puedo. En el fondo, creo que dudaba de mí.

Llegar fue agotador y, a la vez, profundamente emocionante. El cuerpo sintió los kilómetros, pero el corazón latía con fuerza.
Llevé el dolor físico con una sonrisa nueva: la de alguien que descubre que es capaz de lograr todo lo que se proponga. Que sí, puede.

Primera etapa completada.

Celebré la compañía y las conversaciones profundas, pero también los silencios que me habitaron.
Agradecí que el Camino me invitara a mirar hacia afuera y hacia adentro, al mismo tiempo. Al cruzar la escalinata, sentí que algo en mí había cruzado un umbral: dejaba atrás a la que fui, con sus miedos y sus dudas, y nacía una nueva versión, más liviana, más mía.

El alma, al fin, encontraba su paso, su ritmo… Y comprendí que el verdadero Camino recién empezaba, dentro mío.

Gabriela Cecilia Díaz
@gcdiaz77

Camino de Santiago Francés
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