El Camino enseña
Sin saber realmente hacia dónde me llevaba, pero con la certeza de que cada paso tenía un propósito que todavía no entendía. Al principio, el Camino era físico: cansancio, calor, lluvia. El cuerpo protestaba y la mente dudaba. Me preguntaba por qué lo había emprendido, por qué había dejado la comodidad de mi rutina para dormir en albergues compartidos y despertar antes del amanecer.
Pero a medida que los días pasaban, algo comenzó a cambiar. El ruido interior se fue apagando, y en su lugar apareció una calma nueva, una sensación de ligereza que no tenía que ver con el peso de la mochila, sino con el de las preocupaciones.
Cada día era un pequeño mundo: el saludo de un desconocido, donde lo que más se escuchaba era “Buen Camino”, una conversación breve que parecía eterna, un amanecer distinto cada día. En el Camino, los desconocidos se volvían compañeros, los silencios se llenaban de comprensión y las distancias se medían más con el alma que con los kilómetros.
Aprendí que la meta no era Santiago, sino cada paso, cada instante de presencia.
Recuerdo un amanecer de Arzúa. El cielo se abría en mil tonos de naranja y amarillo, y observábamos en silencio cómo el sol salía detrás de las montañas. Nadie hablaba. No hacía falta. En ese momento entendí que el Camino era una metáfora de la vida:
“Avanzamos sin saber exactamente qué nos espera, cargando con lo que creemos necesario, pero descubriendo, con el tiempo, que casi todo lo que pesa de verdad está dentro”
En los últimos días, cuando la Catedral de Santiago ya parecía cercana, sentí una mezcla de emoción y melancolía. No quería que terminara. El Camino se había vuelto un hogar en movimiento, un espacio donde todo era sencillo y verdadero. Entrar en la Plaza del Obradoiro fue como cerrar un círculo, cumplir un sueño, como algo “imposible”. Vi la fachada imponente de la catedral y, al verla se me saltaron las lágrimas. No de tristeza, sino de gratitud. Al abrazar al apóstol, comprendí que no era el mismo que había comenzado a caminar. Había dejado atrás algo de mí, quizás la prisa, quizás el miedo, y en su lugar me llevaba una nueva forma de mirar el mundo.
Ahora, de vuelta en casa, cada vez que escucho el sonido de mis pasos en la calle o siento el peso de una mochila, recuerdo aquel Camino. Entiendo que no se termina al llegar a Santiago de Compostela: el verdadero Camino empieza cuando regresas, teniendo esa nostalgia de aquellos recuerdos, cuando intentas mantener viva esa claridad, esa paz, en medio del ruido de la vida cotidiana.
Y así, cada día, al andar, sé que de alguna manera sigo en el Camino.
Octubre 2025










